Mis relaciones con mi suegra nunca fueron fáciles. Desde el primer día, fue como si me dejara claro que yo no era la mujer que quería ver al lado de su hijo.

Criticaba todo: mis habilidades culinarias, cómo limpiaba, cómo hablaba, cómo me vestía. Yo lo intentaba, aguantaba, trataba de llevarme bien con ella, pero todo era en vano. Mi marido solía guardar silencio y me decía que “no me lo tomara tan a pecho”.
Un día, al volver antes del trabajo, escuché voces en la cocina. No quería espiar, simplemente me detuve en seco cuando oí mi nombre.
Después de lo que escuché, recogí mis cosas, me fui y pedí el divorcio. No me arrepiento de nada. Me llevaron al límite. Aquí cuento de qué hablaban 👇👇

— ¿Por qué sigues con ella? — decía mi suegra. — Tú mismo me dijiste que nunca la amaste. Que aún amas a esa… ¿cómo se llama?… ¿Anya, no?
— Mamá, lo sé. Estoy confundido. Pero ahora no puedo dejarlo todo así como así.
— ¿Y por qué no? Pide el divorcio, no te tortures. ¿Y qué le ves tú, de todos modos?
El mundo se me vino abajo. Cada palabra era como un golpe al corazón. Estaba parada detrás de la puerta y por primera vez entendí con claridad: no se trataba solo de una relación difícil con la madre de mi esposo — era mentira, traición y una farsa en la que había vivido todo ese tiempo.

Esa misma noche no dije nada. Sonreí, como siempre. Limpié, preparé la cena, les desee buenas noches a todos. Y a la mañana siguiente fui al abogado y pedí el divorcio.
Mi esposo se quedó en shock. Intentó convencerme de que “no era así”, que “lo había malinterpretado”. Pero yo lo entendí perfectamente. Simplemente ya no estaba dispuesta a vivir en una casa donde no me querían y donde hablaban de cómo borrarme cuanto antes de sus vidas.
¿Qué opinas? ¿Hice lo correcto?