Una yegua rompió el cristal de la puerta de una tienda de comestibles y salió corriendo: el dueño corrió tras ella… y lo que vio fue algo espantoso 😱😱
Era un día de verano cualquiera. El calor envolvía la calle, el aire vibraba sobre el asfalto ardiente. El dueño de una pequeña tienda de artículos del hogar estaba tras el mostrador contando la recaudación. De repente, el silencio fue roto por un estruendo extraño.
— ¿Qué demonios…? — murmuró, girándose hacia el sonido.

Con un fuerte golpe, una yegua salió disparada hacia la acera frente al local. Había aparecido de la nada. Su crin ondeaba, y sus ojos ardían de miedo salvaje. No dudó: se encabritó con un relincho desesperado y empezó a golpear el escaparate de vidrio con sus patas delanteras.
¡BAM!
Una enorme grieta se extendió por el cristal.
¡BAM!
El vidrio estalló en miles de fragmentos que volaron por el suelo, brillando bajo el sol. La yegua relinchaba cada vez más fuerte, con las narinas abiertas y los ojos desorbitados.
— ¡¿Pero qué estás haciendo?! — gritó el dueño, corriendo hacia la puerta.
Pero la yegua, como si entendiera que había vencido la barrera de cristal, dio media vuelta y salió disparada, dejando tras de sí solo huellas de cascos en la acera y caos en la tienda.
Sin pensarlo dos veces, el dueño salió tras ella, furioso.
— ¡¡Detente!! ¡¡Maldito animal!! — gritaba entre coches y transeúntes. — ¡Voy a encontrar a tu dueño y me pagará por todo!
La yegua zigzagueaba por la calle, soltando un relincho prolongado y angustiado. Y de pronto, se detuvo bruscamente. El dueño, jadeando, la alcanzó… y quedó paralizado por lo que vio 😱😱

A un lado de la carretera, bajo la sombra de un árbol, yacía un potrillo. Su pequeño cuerpo apenas se movía, su respiración era entrecortada, y sus ojos estaban llenos de dolor y miedo.
Tenía rasguños y sangre en los costados. Estaba claro: había sido atropellado por un coche que luego huyó, dejando al pobre animal a su suerte.
El hombre sintió cómo se le encogía el corazón. La yegua —su madre— se volvió hacia él y resopló suavemente, como si suplicara.
— Perdón… — fue lo único que logró decir, con un nudo en la garganta. — Solo estabas… pidiendo ayuda…
Sin pensarlo más, corrió hacia el potrillo, lo levantó con cuidado —como si fuera un niño— y se apresuró hacia su coche. La yegua corría al lado, jadeando, como si temiera separarse de su cría.
En la clínica veterinaria, todo fue un torbellino: luces, olor a medicamentos, rostros tensos de los médicos.
Pasaron horas, hasta que finalmente, el veterinario salió del quirófano.

— Ha tenido suerte —dijo—. Un poco más, y lo habríamos perdido. Pero vivirá.
El dueño de la tienda suspiró aliviado y miró por la ventana. La yegua, exhausta y temblorosa, finalmente se tumbó sobre el césped frente a la clínica, sin apartar los ojos de la puerta.
Más tarde, el hombre reemplazó el cristal roto de su tienda, y junto a él colocó una foto del potrillo con su madre. Todos los que entraban podían leer la frase escrita debajo:
«A veces, los actos más desesperados se hacen por amor.»







