Cada día, una niña de la casa de al lado me saludaba con alegría — hasta que un día decidí pasar por su casa y averiguar por qué.

Interesante

Cada día, una niña de la casa de enfrente me saludaba con la mano, y con cada vez que lo hacía, todo se volvía más extraño. Un día decidí averiguar qué estaba ocurriendo y me acerqué a su casa.

—Sandra, ¿recuerdas a la niña de la que te hablé? —le dije a mi esposa, señalando al otro lado de la calle—. Está otra vez en la ventana, saludándome.

—Sí, la recuerdo —respondió—. ¿Y qué? ¿Sigue haciéndolo?

—Sí, y hay algo raro en eso. Tengo la sensación de que me está llamando.

—¿Quizás solo se siente sola? —sugirió Sandra.

—No lo sé, pero hay algo que no me deja tranquilo.

Esa noche tuve sueños inquietantes: la casa de la niña, voces misteriosas y sombras que parecían cobrar vida. Me desperté empapado en sudor frío, con un nudo en el pecho, y miré por la ventana.

Allí estaba ella —la misma niña— saludándome otra vez, como si pidiera ayuda.

—Ya basta —le dije a mi esposa—. Mañana voy a hablar con sus padres. Quiero saber qué está pasando.

Por la mañana, sin perder tiempo, crucé la calle y llamé a la puerta.

Abrió un hombre de unos cuarenta años, con el rostro demacrado. Su mirada era cansada, pero amable.

—Buenos días, soy su vecino —empecé con cautela—. He notado que su hija suele saludarme desde la ventana. Quería asegurarme de que todo está bien.

Él asintió y me invitó a pasar.

Dentro, la casa era silenciosa, con una atmósfera densa. En la sala, detrás de una esquina, apareció la niña con dos coletas.

—Lili, saluda —dijo el padre—. Es nuestro vecino.

La niña dijo tímidamente “hola”.

—He visto que me saludabas —dije sentándome a su lado—. ¿Estás bien?

Ella miró a su padre y respondió en voz baja:

—Papá está enfermo… No sabía qué hacer, así que decidí saludar a alguien que pudiera ayudar.

Mi corazón se encogió de compasión.

El hombre suspiró profundamente y me contó que luchaba contra una enfermedad grave, y que Lili estaba haciendo todo lo posible por ayudar.

—¿En qué puedo ayudar? —pregunté.

Él respondió con vergüenza que no quería ser una carga para nadie.

—No es ninguna carga —dije con firmeza—. Somos vecinos, y estoy dispuesto a ayudar con lo que sea: compras, recados o simplemente quedarme con Lili.

Desde entonces empecé a visitarlos con frecuencia, ayudando y compartiendo tiempo con la niña. Lili resultó ser alegre y curiosa, aunque detrás de su sonrisa se escondía la preocupación por su padre.

Un día, mientras dibujábamos juntos, me preguntó:

—¿Tú crees que papá se va a curar?

Le respondí que su papá era un hombre fuerte, que estaba recibiendo tratamiento, y que su apoyo era muy importante.

Con el tiempo, y gracias a la ayuda y el cariño, el padre de Lili mejoró. La casa se llenó de luz y alegría.

Un día, Thomas, su padre, me agradeció por todo el apoyo.

—Has hecho mucho por nosotros —me dijo con gratitud.

—Todo fue gracias a Lili —respondí con una sonrisa—. Ese pequeño gesto de saludar con la mano me trajo hasta aquí.

De regreso a casa, volví a ver a Lili en la ventana —esta vez su saludo estaba lleno de luz y esperanza.

A veces, los gestos más pequeños pueden cambiar por completo la vida de alguien. Ese simple movimiento de su mano se convirtió para mí en un recordatorio de lo importante que es prestar atención a los demás y ayudar cuando se puede.

Si esta historia te conmovió, compártela —la bondad siempre vuelve.

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